Se sabía que en Hisberia había dragones, de hecho era una de sus señas de identidad. Cada vez que los barcos zarpaban de sus innumerables y prósperos puertos, en los países más allá del mar, los comerciantes se jactaban: 'sí, en Hisberia tenemos dragones. A menudo alguno se come una oveja de algún rebaño, pero nunca nos hemos dedicado a darles caza porque en Hisberia nuestros rebaños son gigantescos'.
Pero cuando los tiempos oscuros llegaron, y las ovejas se convirtieron en un lujo, los dragones, que se habían multiplicado en sus inaccesibles nidos, acostumbrados a tener los mejores bocados que llevarse a sus insaciables fauces, no dudaron en incendiar rediles e incluso atacar pueblos para seguir manteniendo su tradicional nivel de vida.
Los pobres hisberos comenzaron a organizarse, y cada pueblo creó patrullas para ir a dar muerte a los dragones, que estaban empezando a hacer imposible la vida en las tierras de alrededor. Pero habían sido tantos los años de permisividad en los que los dragones habían campado a sus anchas por los prados y las montañas, sin encontrar la más mínima oposición, que habían memorizado cada rincón, haciéndolos prácticamente intocables. No había nadie que pudiera encontrarlos, y si por casualidad daban con uno, enseguida el repulsivo espécimen se escabullía hacia un nuevo y recóndito lugar en el que ocultarse, pero resurgía cada noche para cazar donde habían cazado siempre: en el fruto del trabajo del pueblo.
Hisberia estaba destinada al desastre, porque nadie recordaba la última vez que había oído hablar de los matadragones (los míticos dragones nobles que atacaban a los miembros malignos de su especie) y todo el mundo temía lo que parecía una certeza: que tales criaturas sólo existen en las leyendas.